Escribe Lucio Eber Jorge
Hace 15 millones de años, las sucesivas invasiones del mar sobre el actual territorio de Madariaga, fueron depositando capas de arena y arcilla que formaron el rojo mesopotámico y encima de este el verde mesopotámico.
Luego de una larga calma el mar deposita las arenas puelchenses, el viento cubre la llanura de polvos ensenadenses y bonaerenses. El borde de la actual provincia de Buenos Aires sufre un descenso, el mar inunda parte del mismo y erosiona los sedimentos ensenadenses-bonaerenses barriéndolos, sólo se salvan las partes más compactas en forma de islas bajas. Posteriormente el mar comienza a retroceder, dejando al descubierto el fango que el mismo mar y los arroyos habían formado al erosionar la llanura continental y que constituyó el sedimento lujanense querandinense.
Luego se elevó el continente, movimiento que aún continúa y que provoca la extensión de las playas de la costa. Se cuenta que los pobladores nómades de la región se adentraron en esta vasta extensión y se vieron desprovistos de agua para beber, ya que todo era salado.
Desfalleciendo en el andar y con serias perspectivas de terminar por acá su camino, elevaron a los dioses del sol y de la luna su llamado, buscando auxilio en tan dramáticas circunstancias.
Siempre, en las peores condiciones, aparece una solución al más difícil de los problemas, bastando para ello la observación y la perseverancia.
Al despertar una mañana, los caminantes vieron a lo lejos, lo que les pareció un espejo, y al mirar hacia los distintos puntos cardinales, les pareció repetirse la escena, aquí y allá brillaba al sol el reflejo de aguas que antes no existían, y por ello, poca vida se desarrollaba en el territorio infinito.
Cuando se acercaron, venciendo su timidez y desconfianza, bebieron un poco, se dieron cuenta de su gusto apreciable y reconfortante, y así pudieron recobrar el aliento para subsistir.
Poco a poco, y alrededor de estas reservas, plantas y animales iniciaron su reproducción, hasta constituirse en los “ MONTES GRANDES DEL TUYU ”.
Y Madariaga, desde entonces, es el partido con más lagunas en la Provincia de Buenos Aires.
Escribe Lucio Eber Jorge
Cerca de los grandes montes, la familia indígena levantaba su modesta vivienda, si así podía llamarse, que le proporcionaba albergue de las inclemencias del tiempo, aguardando aquellos días en que todo cambiaba, y el sol, con su calor, les permitía disfrutar con plenitud de la naturaleza.
El encanto de estos seres lo constituía su pequeña hija RAIHUE (que significa Flor Nueva), que correteaba todo el día siguiendo las primarias ocupaciones de sus padres.
Un día, su curiosidad pudo más y ese anhelo de comprobar que encerraba ese misterioso paisaje circundante, le hizo, en un descuido de sus padres, entrar al monte, y distraída por cuanto la rodeaba, fue alejándose más y más, perdiendo de hecho la noción de su morada.
Llegó la noche y se dio cuenta que no sabía por donde regresar, arrepintiéndose de haber desoído el sabio consejo de sus padres.
Estos, entretanto, con el auxilio de sus vecinos, se organizaron para recorrer el monte, que por lo cerrado, no dejaba lugar a la observación y peligraba la vida de quien lo penetraba.
Rogaban entretanto a sus dioses, que permitieran el regreso a salvo de la pequeña y perdonara su desobediencia, producto seguramente de su edad.
Una avanzada de los que iban tras la huellas de la pequeña, observando la rotura de las ramas y alguna leve señal de su recorrido, llegado el día pudieron asombrarse de la escena que apareció a su vista.
Los rayos del sol sobre las plantas de tala, iluminaban con vivacidad, diminutas joyas amarillas, que lucían esplendentes con la humedad de la mañana.
Y allí estaba RAIHUE, en el claro del monte, comiendo con deleite aquella fruta que le había permitido mantenerse en la aventura.
Ha seguido pasando en la región del Tuyú la versión de los mayores, de que quienes comen dicha fruta nunca pueden después abandonar este lugar.
Esta antigua estancia ha participado en la historia nacional y es parte de la historia lugareña con sus leyendas y tradiciones. En sus orígenes el actual “JUANCHO VIEJO” era tierra de gauchos, guitarreros de fama como el “Santo Vega”, de perseguidos por la partida como “Melitón Fierro”.
Concluida la Campaña al Desierto, el entonces Restaurador de Leyes, mandó a organizar guarniciones de campaña para defensa de los pobladores de las tierras conquistadas al indio. La más próxima de Juancho Viejo era la de Monsalvo.
Otra de las razones de la existencia de estas guarniciones era de que todas necesitaban abastecerse de caballos, lo cual se lograba a expensas de los pobladores con el fin de mantener pacificados a los infieles. Se cuenta, y aquí se origina el nombre de “JUANCHO”, que poco antes de la rebelión de los Libres del Sur, se había empleado como peón en los Montes Grandes a un esclavo liberto negro, conocido con el nombre de Juancho. Este negro no solo llamará la atención por su tez y facciones netamente africanas sino que se destacó por un acto de lealtad a sus patrones, a poco de conchabarse estaba el negro Juancho cumpliendo tareas en el paraje de Monsalvo, cuando al pasar por la pulpería que existía cerca de la guarnición, se enteró de la inminente partida de un escuadrón con órdenes de requisar caballos en los “Montes Grandes”, para los consabidos tratos de Rosas con los indios. Adelantándose Juancho, puso sobre aviso a sus superiores, quienes pudieron poner a salvo de esta expropiación, los mejores equinos del establecimiento.
Con el correr del tiempo, el negro Juancho se dio a la bebida y se volvió camorrero y cuchillero. Contaba el establecimiento con más de 300 hombres, algunos con familias que vivían en ranchos cerca de la laguna.
Se cuenta que el negro Juancho murió acuchillado y que su cuerpo desapareció en la laguna de referencia. De ahí empezó a llamarse “Laguna de Juancho”, a fuerza de repetición esta denominación suplantó a la de Montes Grandes y este lugar de “Laguna de Juancho” a “Juancho Viejo” es un simple y lógico proceso de abreviación.
En la zona este de nuestro partido se encuentra un campo, que fue propiedad de Doña Valeria Guerrero de Russo, denominado “El Rosario”, nombre que se origina en una historia que el tiempo trasformó en leyenda.
El campo, parte de los Montes Grandes de Juancho, adquirió renombre en el siglo pasado por su espesura y aislamiento, que lo convirtió en refugio de quienes buscaban escondite huyendo de la persecución de las autoridades policiales.
Perteneció a las extensas propiedades del señor Alzaga, a quien heredó don Carlos Guerrero, adjudicándose posteriormente a su actual propietaria.
Se cuenta que, un familiar de los propietarios les transmitió la versión de que huyendo probablemente de una incursión de los indios, un grupo de familias había buscado refugio en los espesos montes del lugar, llevando un verdadero tesoro en joyas, marfiles, platerías, porcelanas que conservaban del tiempo de la colonia. En la huída trataron de salvar tan preciada carga y procedieron a enterrarla al pié de un tala en lo tupido del monte. Como indicación de lo ocultado, colgaron un rosario en el lugar, con el propósito de recuperar el tesoro cuando cesara la presencia de los indios.
La espesura del monte y el transcurso del tiempo dificultaron posteriormente la ubicación del tesoro enterrado y resultaron infructuosas todas las excursiones de la búsqueda.
Años después y cuando se había borrado en parte la noticia de las joyas, una niña de la familia que había salido a recorrer el campo a caballo, regresó con un rosario enmohecido por el tiempo.
El hallazgo reactualizó la historia del tesoro y pronto se propusieron una intensa búsqueda. Las preguntas a la niña que encontró el rosario sobre la ubicación del tala no dieron resultado. No recordaba exactamente el lugar y el rastreo fue inútil. Al desaparecer la indicación del rosario, desapareció el principal indicio. Los espesos montes retenían el tesoro.
La leyenda persistió, y el campo, que desde entonces se conoce como “El Rosario”, continúa ocultando celosamente en sus espesos montes el inhallable tesoro.
En la costa bonaerense, en las inmediaciones de lo que es hoy el Partido de Pinamar, encalló y naufragó hace más de un siglo, una embarcación extranjera de gran porte, de cuyos pasajeros se salvaron, entre otros, dos hermanos de apellido Horcón.
Estos náufragos tocaron tierra argentina, trayendo con el poco equipaje que pudieron rescatar, un preciado tesoro, que consistía en una gran provisión de semillas y la secreta manera de lograr a través de su siembra, su más eficaz multiplicación.
Cuando se afincaron en estos pagos, en las proximidades de una laguna de aguas salobres y luego de hacer una prolija elección del suelo, se corrió la voz de que eran poseedores de un tesoro incalculable, del que se habían apoderado en el buque accidentado.
Varias fueron las desvataciones de su campo y a su propiedad que debieron soportar “Los Horcones”, como se dio en llamarles popularmente, incluidos los ataques a los indígenas que asolaban la región. Varias y continuas fueron las explicaciones del porqué de su cuidado y esmero de las cajas que transportaron, sin hallar comprensión.
Muchas fueron las tropelías que soportaron y debieron sufrir, como la de ver completamente estropeada su labor de labranza, en el inútil intento de los agresores de descubrir el tesoro que habían enterrado “Los Horcones”.
Hasta que un día, cansados de ser el blanco de continuas e injustas acechanzas e impedidos de llevar a cabo su pacífica tarea, desaparecieron de la zona para siempre, dejando para desconcierto de sus inquisidores, una gran franja de tierra cultivada, removida y arrasada, de la cual empero, mágicamente brotaron después de su abandono, millares de flores amarillas en racimos acabezulados (alfalfa).
Ese fue el tesoro que forzosamente abandonaron y legaron “Los Horcones”, a una comunidad indiferente y pasiva ante la agresión de que fueron objeto.
Tiempo hubo, en que esta laguna se secó casi completamente, y decimos “casi”, porque en su lecho quedaron con rebelde permanencia, unos pequeños hilos de agua salobre que fluían lenta pero inagotablemente. Según los entendidos del lugar, esos fueron sus “ojos de agua”.
Después, cuando nuevas transformaciones volvieron a llenar esta enorme cubeta, quedó tácitamente establecido que cuando es menor el aporte de agua dulce que recibe y se produce la evaporización, disminuye sensiblemente su pelo de agua, adquiriendo ésta una mayor salinidad, al igual que sucede con los demás espejos de agua de la zona.
Esta premisa fue enraizando a través del tiempo en los labios de los lugareños el nombre de la Salada con el que se la conoce, agregándosele luego el adjetivo de Grande, para distinguirla y diferenciarla de su hermana menor, la laguna La Salada Chica, que es un bañado o curso de agua intermitente que se prolonga a continuación de su cola.
Teresa Villafañe Casal
Umbí, la esposa del jefe de una tribu, ha conseguido que los indios cultiven la tierra.
El verdor auspicioso de las plantas de maíz anunciaba la cosecha. Pero el deseo de lucha privó en los hombres, y un día dejaron sus campos y se fueron a pelear.
Umbí quedó encargada del campo cultivado. Ella debía cuidarlo para que las mujeres y los niños no padecieran hambre.
La luna llena anuncia con síntomas infalibles una terrible sequía. Umbí comprende lo difícil que será cumplir su misión.
Día a día las plantas de maíz van perdiendo su lozanía. Una a una caen vencidas. Pero Umbí está dispuesta a no cejar. Con la energía y la resistencia de que sólo las madres son capaces, decide salvar los granos necesarios para volver a sembrar.
De pie frente a las plantas que quedan vivas, trata de darles sombra con su cuerpo y las humedece con sus lágrimas. Desafía a Gúneche, dios que le manda, que le mande la sequía. Resiste desesperadamente la heroica mujer, pero su agotamiento es visible. – El Gúneche, al fin, ante el sacrificio sublie de la leal esposa, de la madre que lucha por sus hijos, por su tribu resuelve ayudarla en su obra. Pero no envía la lluvia que tanto ansía, sino que transforma a Umbí en un árbol, en una hierba gigante, que son su sombra consigue salvar una planta de maíz que dará los granos para la próxima cosecha.
Cuando regresaron los indios, el jefe vislumbró, a través del tronco retorcido y rugoso, la lucha que tuvo que sostener su leal Umbí.
Desesperado, se abrazó al árbol, y la sombra de éste lo cobijó, como en un último esfuerzo de la noble india para ser útil a su esposo, a sus hijos, a su tribu.